El riquísimo patrimonio natural que envuelve las Tablas de Daimiel y Villarrubia de los Ojos del Guadiana y sus más inmediatos alrededores, así como el situado en las comarcas naturales más próximas –el resto de la Llanura Manchega envolvente y los incontables humedales en ella insertados, Montes de Toledo, Campo de Calatrava, Campo de Montiel, Serranía de Cuenca, Valle de Alcudia, Sierra Morena…-, con infinidad de posibilidades para el aprovechamiento humano, unido a la posición estratégica de este ámbito, que representa una de las principales zonas de paso y movimiento en lo que es el tránsito del norte-sur y este-oeste peninsulares, explican su denso y extenso peso y legado histórico-patrimonial.

91Así, desde los tiempos más remotos, multitud de gentes, pueblos, entes culturales, ideas y ejércitos, en su divagar a lo largo y ancho de la Península Ibérica, han pasado o se han establecido directa o indirectamente en este territorio, afectando a las poblaciones ya previamente asentadas y enraizadas y reelaborando y enriqueciendo continuamente una cultura tan original como es actualmente la manchega.

De entre todas esas etapas y culturas históricas desarrolladas a lo largo de milenios y milenios y siglos y siglos en lo que es todo este ámbito destacan por encima de todas tres por su extensa prolongación en el tiempo y el hondo legado patrimonial y cultural desplegado en esta tierra y heredado a las distintas generaciones que a lo largo del tiempo se han ido sucediendo hasta llegar a nuestros días: El Bronce de La Mancha y su Cultura de las Motillas y los Castellones; el pueblo íbero de los oretanos y su posterior romanización; y la también extensa etapa medieval y sus tres grandes fases, como fueron la andalusí, la de la Reconquista y la de las Órdenes Militares ya bajo el poder cristiano.

El Bronce de La Mancha y la Cultura de las Motillas y los Castellones

Hace unos 4.000 años tuvo su desarrollo una fase histórica y cultural que brilló con luz propia en gran parte de lo que es La Mancha más occidental, siendo el entorno de las Tablas de Daimiel y Villarrubia y su más cercano ámbito uno de los principales escenarios en acogerla.

Fue el denominado actualmente como Bronce de La Mancha, una cultura prehistórica de gran entidad y personalidad a nivel peninsular encuadrada en la Edad del Bronce y cuyo máximo exponente fueron las hoy en día92 famosas motillas, así como los conocidos como castellones.

Se conoce como Edad del Bronce al período de la fase final de la Prehistoria que siguió a la etapa anterior del Calcolítico -a su vez continuador en el tiempo del Neolítico-, a partir de la segunda mitad del III milenio a.C. hasta finales del II e incluso inicios del I milenio a.C.

Aunque la denominación de esta fase viene dada por el hecho de que fue aquí cuando tuvieron lugar las primeras realizaciones metalúrgicas de bronce -una aleación de cobre y estaño-, la Edad del Bronce no fue sino la continuación y consolidación de las innovaciones y transformaciones surgidas durante el período calcolítico.

Esas innovaciones y transformaciones gestadas durante el Calcolítico –que fue cuando por primera vez se comenzó a trabajar el metal, más en concreto el cobre-, y que posteriormente definirían y caracterizarían a la Edad del Bronce, serían principalmente la consolidación del sedentarismo como forma de vida y, como consecuencia, el establecimiento de núcleos poblacionales de cierta entidad, aunque todavía no plenamente urbanos.

También, la estratificación y jerarquización de los grupos sociales, por un lado, que supondría la aparición de las primeras desigualdades sociales y su sometimiento a unas elites dominantes. Y, por otra parte, un reparto y especialización en las distintas tareas económicas. Dentro de estas últimas experimentaría una importante intensificación y dinamismo en las relaciones comerciales, tanto en ámbitos locales como a gran escala.

Finalmente, la existencia de industrias metalíferas, principalmente fundamentadas en el cobre y en menor medida en el bronce. No obstante, las producciones realizadas a partir de estos dos metales serían limitadas y reservadas casi exclusivamente para las minoritarias capas sociales más opulentas.

La Edad del Bronce tuvo su desarrollo en la Península Ibérica fundamentalmente en el II milenio a.C. Durante este tiempo se localizaron una serie de áreas culturales diferenciadas y con identidad propia de entre las que cabe destacar: la cultura de El Argar, que se centró fundamentalmente en las actuales provincias de Almería y Granada; la del Bronce Valenciano, desarrollado sobre todo en la actual provincia de Valencia; y el denominado como Bronce de La Mancha, enmarcado en las actuales provincias de Ciudad Real y Albacete, así como en los puntos más próximos de Toledo y Cuenca.

Esos tres ámbitos culturales, debido a su proximidad regional, estuvieron en mayor o menor medida interconectados y relacionados entre sí, siendo el de más influencia recíproca la cultura de El Argar, el más desarrollado y avanzado de los tres.

El Bronce de La Mancha, que hundió sus raíces en una anterior etapa calcolítica también aquí muy desarrollada –con notables asentamientos en el ámbito más próximo de las Tablas de Daimiel y Villarrubia como los de Los Parrales en Arenas de San Juan o los de El Turón y Los Ojuelos en Villarrubia de los Ojos- y que finalmente derivaría en aquel, quedó definido principalmente a partir dos tipos de asentamientos. Uno se desarrollaría en las zonas más llanas, dando lugar a poblados en llano, algunos de los cuales se asociarían a las motillas. Y otro en las sierras que circundan esta área, donde se erigirían poblados en altura, que se corresponderían a los castellones. Todos ellos formaron parte íntegra de un mismo entramado cultural y sus diferenciadas tipologías respondían a distintas formas de asentamiento y explotación del territorio.

El área nuclear donde se ubicó el Bronce de La Mancha mantuvo durante este largo período -prácticamente todo el II milenio a.C.- un importante peso demográfico, muy destacado respecto a todas las fases prehistóricas anteriores, lo cual explica además en parte la complejidad con la que este territorio fue ocupado y la necesidad que sus habitantes tuvieron de explotar de la manera más eficaz posible los recursos que éste ofrecía.

Las “Pirámides de La Mancha”. En busca del agua

En ese contexto surgieron y se desarrollaron las motillas, unas fortificaciones ubicadas por lo general dentro del93 cauce de los por aquel entonces muy posiblemente secos ríos de la cuenca del Alto Guadiana -es decir, los que atraviesan la Llanura Manchega y sus comarcas más inmediatas- para, según todo parece indicar, en una época de extrema sequía y que presumiblemente duraría varias centurias –situación que niega algún último estudio realizado al respecto-, el control y defensa del más preciado recurso en aquellos momentos: el agua. A ésta accedían por medio de un pozo, única forma de abastecimiento en aquel larguísimo período de hipotética sequía tan acusada y generalizada, que se insertaba a su vez dentro de un complejo sistema hidráulico.

Asimismo, esas fortificaciones actuaban también como núcleos para la gestión de la producción cerealística y de la actividad ganadera de la zona, ya que se trataba de poblaciones plenamente neolitizadas, es decir, que vivían ya fundamentalmente de las actividades agropecuarias.

Los pozos que albergan y protegen estas fortificaciones son considerados los más antiguos documentados tanto a nivel peninsular como a nivel europeo. Además, se trata de un tipo de asentamiento y fortificación único, tanto a nivel peninsular como a nivel europeo y mundial, pues fuera de lo que es La Mancha en ningún lugar fuera de lo que es este territorio se ha registrado algo similar. Por otra parte, debido sobre todo a su aspecto actual, las motillas son también conocidas como las “Pirámides de La Mancha”, aunque, a pesar de incluso igualmente ser coetáneas a las famosas pirámides del Antiguo Egipto, nada tienen que ver con ese otro tipo de monumento histórico.

Esos recintos fortificados reciben actualmente la denominación popular de motillas por mostrar en la actualidad, después de más de tres mil años de abandono y los consiguientes procesos de derrumbe y sedimentación, el aspecto de montículos artificiales  que con una forma cónica destacan dentro de espacios abiertos y llanos.

Por este mismo motivo, durante mucho tiempo y hasta hace relativamente poco, se desconocía qué eran realmente las motillas. De hecho, en un primer momento se pensó que se trataba de grandes túmulos o monumentos funerarios prehistóricos.

Hasta el momento han sido localizadas alrededor de una treintena de motillas, diseminadas todas ellas a lo largo de la cuenca del Guadiana en su recorrido por la Llanura Manchega. Más exactamente, la distribución de estos emplazamientos prehistóricos se caracteriza por seguir mayoritariamente el curso fluvial de los ríos que por ella circulan, encontrándose con frecuencia dentro del mismo cauce, que responde a la tipología de tablas y tablazos, y, en todo caso, siempre insertadas en las zonas más deprimidas del territorio.

Esa distribución comprende un gran espacio dentro de la Llanura Manchega, que con una dirección este-oeste arranca en la franja más occidental de la actual provincia de Albacete y la más oriental de la de Ciudad Real con motillas como la de El Acequión (junto a la ciudad de Albacete) y la de Santa María del Retamar (próxima a Argamasilla de Alba), para finalizar, ya en plena provincia de Ciudad Real y en la última zona de tablas fluviales del río Guadiana, con motillas como las de Carrión (en Carrión de Calatrava), Torralba (en Torralba de Calatrava) o Los Palacios (en Almagro).

El área que presenta una mayor concentración de motillas es la que tiene como centro nuclear al actual Parque Nacional de las Tablas de Daimiel y Villarrubia y su entorno más próximo. Se trata más concretamente del tramo que, siguiendo el cauce del Guadiana y su afluente el Azuer, va desde los Ojos del Guadiana hasta el Castillo de Calatrava en Carrión. En esta zona se encuadran las motillas del Azuer, de la Vega y de Daimiel –río Azuer- y las de Zuacorta, La Máquina, Las Cañas, Puente Navarro, Torralba, Carrión y Malvecinos –río Guadiana-, además de las de Los Palacios y la Albuera, estas dos últimas en antiguas zonas lacustres próximas a este área.

94Hasta la década de 1970, fecha hasta la cual fueron confundidas con túmulos funerarios con una antigüedad inconcreta, no fueron sometidas a ningún tipo de intervención arqueológica rigurosa y sistemática. Pero a partir de ese momento algunas serían sometidas importantes proyectos de investigación.

La más y mejor estudiada ha sido hasta el momento la Motilla del Azuer, enclavada entre Daimiel y Manzanares en pleno cauce del río que le da el nombre y cuyo estudio, junto a los realizados en otras motillas, ha revelado que en realidad se trataba de recintos fortificados y monumentales que con funciones que nada tenían que ver con las funerarias se asociaban a una serie de poblados pertenecientes a la Edad del Bronce.

Por tanto, a tenor del cómputo general de esas investigaciones y, sobre todo, de las desarrolladas en la Motilla del Azuer, se tiene una idea muy aproximada de cómo eran estos edificios y cuál era su función.

Lo que ahora llamamos motillas fueron durante la Edad del Bronce unos recintos de grandes dimensiones y de planta circular que contaban en su interior con un gran patio central donde se albergaba un pozo enmarcado en un complejo sistema hidráulico. Alrededor de dicho patio se disponían de forma concéntrica varios anillos de muralla que culminarían con una muralla exterior de mayor entidad.

Los espacios que quedaban entre los distintos anillos de muralla se traducían en estrechos pasillos que, intercomunicados entre sí por complejos sistemas de acceso, permitían la circulación por el interior de la edificación y, a la vez, posibilitarían el acceso al edificio desde el exterior, también a partir de complejos sistemas de entrada, y su conducción al gran patio interior. En ocasiones esos pasillos desembocaban en espacios más amplios, dando lugar a pequeños patios.

Además, estos edificios se encontraban coronados por una torre central que se elevaba varios metros por encima del resto de la edificación, permitiendo, en plena llanura, un gran control visual de la zona circundante.

Todas estas estructuras arquitectónicas se encontraban construidas fundamentalmente a partir de piedras irregulares de pequeño y mediano tamaño, salvo el lienzo de muralla exterior, de naturaleza ciclópea, es decir, a partir de bloques de piedra de mucho mayor tamaño. No obstante, eran también numerosas otras estructuras de menor entidad levantadas a base de tapial, y unas y otras estructuras se ayudaban y complementaban con abundantes postes y vigas de madera. Probablemente los muros eran enlucidos.

Fuera de estos recintos, pero alrededor y anexos a los mismos, se disponía un área de hábitat, es decir, unos poblados asociados a las motillas. Estos poblados podían llegar a ocupar un espacio de hasta tres hectáreas y, sin ningún tipo de ordenación urbanística, se encontraban formados por una serie de viviendas que dispuestas irregularmente en el espacio se levantaban a partir de cimientos de piedra, alzados de tapial -puede que revocados- y una techumbre de ramaje. Dentro de los poblados también se encontraban espacios y estructuras reservadas para almacenamiento, como silos.

Todo hace indicar que la construcción de estos edificios a los que actualmente llamamos motillas respondió básicamente a una necesidad de, en lo que hubiera sido -si se sigue la hipótesis más verosímil y plausible- una época de extrema sequía de varios siglos de duración y que secó todos los ríos y demás zonas húmedas, lacustres y de aguas superficiales de este ámbito, asegurar el control y protección de un bien tan básico y vital para la subsistencia como era el agua -tanto para el consumo humano, como para el del ganado y la agricultura-, la cual sólo se encontraba ya en el subsuelo, concretamente la almacenada en el gran Acuífero de la Llanura Manchega Occidental. De ahí la posición central que ocupa el patio y el pozo en estos conjuntos arquitectónicos y el elevado grado de dificultad para acceder a los mismos desde el exterior a través del complejo sistema de pasillos del que consta, casi laberíntico.

Así pues, la ubicación de estas edificaciones y sus respectivos poblados, en las zonas más deprimidas del terreno, en la mayoría de las ocasiones dentro de cursos fluviales o zonas húmedas, por entonces hipotéticamente secos, y, por tanto, con mayor facilidad para topar con el nivel freático del subsuelo, sobre todo el del Acuífero de la Llanura Manchega Occidental, vendría condicionada por esa necesidad de disponer del recurso del agua.

Aparte de esto y de manera secundaria, los diversos espacios abiertos que en el interior de estos edificios se abren entre muro y muro serían aprovechados para otro tipo de funciones, tales como zonas de hornos, de estabulación del ganado o de almacenamiento de la producción agraria.

La torre central permitiría el control visual e incluso la comunicación con las motillas y poblados más cercanos. En ningún caso, estos recintos actuaron como zona de vivienda.

De todo lo anterior se desprende que la Cultura de las Motillas fue protagonizada por poblaciones agricultoras que, a partir de ese codiciado control del agua del subsuelo, tratarían de explotar lo más eficazmente posible todas las posibilidades de agrarias que ofrecía la fértil cuenca del Guadiana, de manera que el mayor peso de su economía recaía en la actividad de la agricultura, que se fundamentaría sobre todo en el cultivo de cereales, y en menor medida  en el de leguminosas y hortalizas. La actividad ganadera, aplicada a suidos, bóvidos y, sobre todo, ovicápridos, también tendría una muy importante presencia.

Por otro lado, la cultura material y, sobre todo, los ajuares de los enterramientos, revelan que las gentes que protagonizaron la Cultura de las Motillas eran de un poder adquisitivo sensiblemente menor al de los otros focos culturales próximos -sobre todo con respecto a la cultura de El Argar-, llegando incluso a contrastar con el observado en otros horizontes culturales del mismo Bronce de La Mancha, como los poblados en altura. En este sentido resulta bastante sintomática la escueta presencia de objetos de metal.

En cuanto a los ritos funerarios dados en la Cultura de las Motillas, fueron los habituales en el resto del Bronce de La Mancha. O sea, inhumaciones individuales que con una posición fetal eran depositadas en la mayoría de los casos en fosas que, frecuentemente, quedaban delimitadas por lajas de piedra. Menos habituales y más propios de individuos infantiles serían los enterramientos dentro de recipientes cerámicos.

Y al igual que ocurría en el resto de culturas que conformaron el Bronce de La Mancha, esos enterramientos se realizaban en el interior del poblado, muy a menudo dentro de las viviendas. Incluso se llegaron a realizar algunos enterramientos en el interior de las mismas motillas, en algunos de los espacios que dentro de éstas existían, aunque, en realidad, la función de estos recintos nada tenía que ver con la funeraria.

El Reino de los Cielos. Viviendo en las alturas

Sin embargo, las motillas no fueron el único tipo de asentamiento dado en el Bronce de La Mancha. Paralelamente a su período de actividad se desarrollaron otro tipo de asentamientos que, aunque muy cercanos en el espacio, se ubicarían en unos emplazamientos completamente diferentes y también muy concretos.

Estos serían los ahora llamados “castellones”, núcleos de poblamiento de mayor o menor tamaño situados en los cerros más elevados y agrestes de las sierras y elevaciones que bordean y circundan a la llanura en la que se situaban las motillas –por lo que también reciben el nombre de “poblados en altura”-, siendo el sector más oriental de los96 Montes de Toledo –es decir, el de la Sierra de La Calderina, que comprende fundamentalmente las sierras de Fuente el Fresno, Malagón, Urda, Herencia y, muy especialmente la de Villarrubia-, así como las sierras del Campo de Calatrava, por sus características y posición estratégica, los focos con mayor proliferación de asentamientos de este tipo también adscritos al Bronce de La Mancha.

Al igual que ocurre con la Motilla del Azuer en relación a las motillas, a la hora de analizar este otro tipo de asentamientos hay que fijar las miradas en el que es prácticamente el único castellón o poblado en altura que se ha venido a investigar de forma exhaustiva hasta ahora por medio de excavaciones arqueológicas. Éste es el Cerro de La Encantada, que, situado en el término de Granátula de Calatrava, se adscribe al conjunto de castellones localizados en las sierras del Campo de Calatrava, además con una cronología similar a la de la Motilla del Azuer.

Esos trabajos arqueológicos, iniciados en el tiempo de forma casi paralela a los efectuados en aquella motilla, han revelado que se trata de un poblado de la época, de notable entidad, que se erigió en lo alto de un cerro desde el que se hacía un claro control estratégico de las zonas llanas sobre las que se asienta así como de los principales pasos existentes en las sierras en las que se emplaza.

En la cima, que es donde se ubicó el área de hábitat, así como en la subida al mismo, existen importantes farallones rocosos, auténticas defensas naturales de las que se sirvieron sus habitantes para disponer el sistema defensivo del poblado. De esta manera, en el Cerro de La Encantada el área de vivienda se encuentra altamente protegido, complementándose esa fortificación por mediación de unas potentes murallas levantadas piedra sobre piedra de mediano tamaño para cerrar los huecos que no eran cubiertos por aquellas defensas naturales preexistentes.

Tras esas murallas, que circundan perimetralmente la cima del cerro, se encontraban las viviendas y otras áreas de diversa actividad de sus pobladores. Para ello, acondicionaron en la medida de sus posibilidades el terreno sobre el que tenían previsto vivir por medio de aterrazamientos, sobre los cuales levantaron sus viviendas, que eran construidas a partir de paredes de tapial,  que se levantaban sobre cimientos de piedra y sostenían techumbres de ramaje, con ayuda, además, de  pilares y viguetas de madera.

Por otro lado, la existencia de grandes silos para el almacenamiento del cereal –que han aparecido en cantidad adosados a las murallas exteriores o a modo de torres- y la presencia de molinos de mano, así como la aparición de excrementos fósiles de ovicápridos y queseras de cerámica, evidencia que sus pobladores también desarrollaban una economía fundamentalmente agropecuaria, como la registrada en las motillas.

Pero aparte del lugar escogido para vivir, se daba importante diferencia entre los habitantes de las motillas y de los castellones atendiendo a los resultados de las excavaciones arqueológicas en el Cerro de La Encantada. Si nos fijamos en los enterramientos funerarios, que al igual que ocurría en las motillas se disponían en el mismo área de poblado y muy frecuentemente dentro y bajo el suelo de las propias viviendas, encontramos una significativa diferencia.

Los ajuares con los que se enterraban los moradores de los castellones –es decir, aquellos enseres y objetos materiales con los que recibían sepultura para su vida en el más allá-, al menos un importante porcentaje, solían ser por norma general más ricos que los de las motillas y esto queda reflejado sobre todo por una mayor abundancia de objetos metálicos, de cobre y de bronce, algo prácticamente inexistente en los enterramientos de las motillas.

Hay que tener presente que durante la Edad del Bronce, al menos en la Península Ibérica, a pesar de haber recibido esta etapa prehistórica dicha denominación, en realidad la proliferación de objetos metálicos –cobre y bronce, aún97 no hierro- era muy exigua y limitada, tratándose en realidad de un material de lujo que sólo estaba al alcance de las élites. Esto hace pensar que los habitantes de los castellones eran más opulentos que los de las motillas.

Los castellones que bordean la Llanura Manchega en las sierras periféricas son de variados tamaños. Así, algunos de ellos, por su tamaño, sí que debieron de ser verdaderos poblados de hábitat, mientras que otros más pequeños es posible que sólo tuvieran funciones estratégicas, actuando a modo de pequeña atalaya para la vigilancia del territorio, de manera que serían ocupados por pequeños contingentes de personas y no de forma permanente.

Además, todos se encuentran cerca de otras fuentes de agua, como manantiales y arroyos, y también inmediatos a valles internos que podrían ser utilizados tanto para pastos como para pequeñas explotaciones agrícolas. En relación a ello, es muy posible que, por el escenario en el que se encuentran, sus habitantes se dedicaran más a actividades pastoriles y ganaderas que a la agricultura.

También, unos y otros se encuentran intercomunicados visualmente entre sí –lo mismo que ocurre entre las motillas- y desde su ubicación se ejerce igualmente un gran control tanto de los pasos que existen entre los valles interiores, como de los otros pasos que por estas sierras también comunican la llanura manchega con las zonas situadas al norte de las mismas sierras y, por supuesto, de gran parte de la Llanura Manchega, donde se localizan las motillas.

Especial control visual de las motillas y los principales pasos de la zona mostraban los castellones de la fachada sur y norte de la sierra de La Calderina, en la zona más oriental de los Montes de Toledo, en especial los de las sierras de Malagón, Fuente el Fresno, Villarrubia, Urda y Herencia. Unos y otros responden a ese mismo patrón: se emplazan en la cima de elevaciones montañosas y agrestes con un claro sentido estratégico -difícil acceso, proximidad a cursos fluviales y tierras fértiles y control de vías de comunicación-, estando siempre provistos de defensas naturales y artificiales, complementándose unas con otras.

De entre todos ellos destacan el de la Sierra de los Moros en Malagón y en la Sierra de Villarrubia la Plaza de los Moros, el Cerrajón, Los Picones, el Colmillo del Diablo, el Peñón del Moro y Manciporras. En la Sierra de Urda el Morrón Grande, el del Morrón de Enmedio y el de la Sierra de la Gineta. Y en la Sierra de Herencia los castellones de El Navajo y Los Galayos. Precisamente, este último se eleva sobre un refugio excavado de forma natural en el roquedo, La Rendija, en el que los hombres del Calcolítico y del Bronce realizaron una serie de pinturas rupestres esquemáticas con motivos antropomorfos y zoomorfos y posiblemente por ello fue un lugar sagrado y de culto, siendo el único foco de esta parte de la provincia de Ciudad Real y del ámbito manchego en el que se da un arte prehistórico de este tipo.

Relación entre las motillas y los castellones

Con todo, se han planteado algunas hipótesis acerca del significado y la interrelación de las motillas y los castellones. En primer lugar, está claro que, aparte de lo concerniente a lo defensivo, los castellones están situados de forma estratégica, pues, por un lado, controlan los distintos pasos que atraviesan esas sierras, algunos de los cuales eran hace cuatro mil años el paso natural por el que circulaban tanto las rutas del comercio como las de la trashumancia que iban desde la Submeseta Norte a la Submeseta Sur y viceversa –de ahí la importancia y valor histórico y patrimonial de las vías pecuarias que por ellas transitan, cuya antigüedad se remonta a esta época, caso de la Cañada del Carrerón, la Colada de Valparaíso y la Colada de Los Santos, en la Sierra de Villarrubia-.

Del mismo modo, desde los poblados que se encuentran en lo alto de esas sierras se tiene una grandísima panorámica de las zonas de llanura más inmediatas, en especial de la Llanura Manchega,  de manera que también se podía controlar visualmente a las motillas aquí situadas, más aún cuando éstas contaban con una elevada torre, que además permitía la comunicación entre ellas. Así pues se deduce que todo el territorio estaba altamente interconectado

Por otro lado, atendiendo a los ajuares de los enterramientos, más ricos los de los castellones que los de las motillas, se desprende, en estrecha relación con lo anterior, la posibilidad de que las motillas dependieran directamente de los poblados en altura. En esta etapa tan tardía de la Prehistoria ya se daba claramente en algunas culturas peninsulares, como la de El Argar, una verdadera jerarquización social, con la existencia de unas jefaturas a las que se supeditaba el resto de habitantes y que incluso, a modo de unos muy incipientes principados, ejercían un determinado control territorial más o menos extenso.

De manera que si se tiene en cuenta que se trataba de una etapa prehistórica en la que ya existían sociedades jerarquizadas con cierto control de un territorio y que los habitantes de los castellones, a tenor de los enterramientos y sus ajuares, eran más poderosos económicamente que los de las motillas, parece desprenderse que esta zona estaba liderada por unas élites o jefes locales que tenían instalado su lugar de residencia en los castellones, lugar donde encontraban una mayor seguridad y un inmejorable control del territorio, y desde allí ejercían el dominio y explotación del territorio circundante, para lo cual se ayudarían de esos recintos fortificados de la llanura que eran las motillas para la defensa, el control y la gestión tanto del agua como de la producción agropecuaria generada de la explotación de dicha llanura.

Por tanto, las motillas dependerían directamente y estarían bajo el control y el domino de los poblados en altura, que es donde vivían esas élites. Esto explicaría además la baja densidad demográfica registrada en los poblados anexos a 99las motillas, que contrasta con la monumentalidad y elevada mano de obra necesitada para la construcción de estas fortificaciones. Así pues, en las motillas sólo vivirían unas pocas familias dependientes de las jefaturas residentes en los castellones encargadas de su mantenimiento y gestión.

En todo caso, esto sólo son meras especulaciones que, cimentadas no obstante en evidencias muy sólidas, tratan de explicar cuatro milenios después cómo eran y cómo interactuaban los manchegos del entorno más próximo a las Tablas de Daimiel y Villarrubia, capaces de levantar unos monumentos de la misma antigüedad que los de los antiguos egipcios y que, al igual que ellos, el tiempo no ha borrado y aún siguen en pie.

Los íberos y la etapa romana de la Oretania Septentrional y Manchega

La última tribu aborigen: los oretanos

Justo antes de que los romanos llegasen a la Península Ibérica en la última parte del siglo III a.C. empujados por su proyecto expansionista por el Mediterráneo Occidental y el consecuente conflicto que fue la Segunda Guerra Púnica (218-201 a.C.) que le enfrentaría con la otra gran potencia del Mediterráneo, Cartago, el territorio peninsular estaba habitado por multitud de pueblos indígenas ya inmersos en plena Edad del Hierro.

A su vez, ese mosaico de pueblos nativos se englobaba en dos grandes ámbitos culturales que, más o menos, tendría la siguiente distribución: transportemos a nuestra mente la imagen de la Península Ibérica, que como todos sabemos, tiene, a grosso modo, forma casi cuadrangular –o de piel de toro extendida, como decían los romanos-; seguidamente tracemos una diagonal que vaya desde el vértice superior derecho al vértice inferior izquierdo; en otras palabras, una diagonal que vaya desde la actual provincia de Girona a la también actual provincia de Huelva. Pues bien, cada una de las dos franjas resultantes sería el marco en el que se encuadraría esos dos grandes espacios o áreas culturales a las que nos hemos referido.

En la superior, que sería la bañada por el Océano Atlántico y el Mar Cantábrico, se situarían los pueblos denominados como de influencia indoeuropea, también llamados tradicionalmente “celtas” o “celtíberos”. En la otra franja, en esta ocasión bañada fundamentalmente por el Mediterráneo en sus zonas más litorales, se englobarían los pueblos de influencia orientalizante, también conocidos en su conjunto como Cultura Íbera. El entorno de las Tablas de Daimiel y Villarrubia y sus más inmediatos alrededores quedarían situados por aquel entonces en esta segunda área, aunque casi a caballo entre una zona y otra.

De modo que a la llegada de los romanos el territorio peninsular se encontraba partido por esos dos ámbitos culturales. Estos se fueron definiendo desde comienzos del I milenio a.C., es decir, cerca del año 1000 a.C., cuando,100 por un lado, las poblaciones peninsulares de la etapa final de la Edad del Bronce comenzaron a verse afectadas por la penetración a través de los Pirineos de contingentes de población y, sobre todo, ideas, formas culturales y cultos procedentes de Centroeuropa y otros ámbitos de Europa Occidental.

Casi al mismo tiempo, por toda la fachada mediterránea llegarían mercaderes de procedencia fenicia y griega, y con ellos también ideas, cultos y otros elementos muy avanzados ya existentes en el Mediterráneo Oriental, como importantes novedades tecnológicas, el urbanismo, la moneda o la escritura.

Se gestan así, por un lado, los pueblos peninsulares de influencia indoeuropea, enmarcados en el ámbito centro-atlántico de la Península Ibérica, y, por otro, los pueblos peninsulares de influencia mediterránea u orientalizante, insertados en el resto del marco peninsular.

Los primeros serían pueblos como los lusitanos, los vetones, los carpetanos, los vacceos, los lusones o los pueblos de la cornisa cantábrica, pueblos todos ellos distintos entre sí pero que compartirían una serie de rasgos culturales, lingüísticos y religiosos comunes.

Los segundos estarían compuestos otro gran abanico de pueblos distintos –turdetanos, bastetanos, oretanos, contestanos, edetanos, layetanos,…- también en este caso con una identidad cultural, lingüística y religiosa igualmente comunes. Hacia los siglos siglo VI-V a.C. ambos entes culturales ya estarían plenamente definidos.

Lo que es actualmente el Parque Nacional de las Tablas de Daimiel y Villarrubia y su ámbito más próximo estaría casi a caballo entre esas dos grandes franjas culturales. Realmente, y según las fuentes escritas, así como las materiales o arqueológicas, esta zona se ubicaría dentro de la zona orientalizante o íbera. Más exactamente, estaría dentro del área de acción de uno de esos pueblos que conformaron la gran cultura íbera peninsular: los oretanos.

El territorio que ocuparían éstos, la Oretania, se extendería coincidiendo más o menos con lo que son las actuales provincias de Jaén y Ciudad Real, orbitando todo este foco étnico y cultural alrededor del importante accidente geográfico de Sierra Morena. Por lo evocador y sugerente y la espectacularidad de algunos de sus paisajes, este espacio natural actuaría como principal escenario religioso de todo el ámbito oretano y, por tanto, como nexo de unión para esas dos franjas situadas a otro lado de sus vertientes norte y sur, siendo el principal espacio de culto la Cueva de los Muñecos, en pleno paso de Despeñaperros.

Así, existiría una Oretania Meridional –la jiennense-, donde se ubicaría Cástulo, la capital de toda la Oretania en su conjunto, y una Oretania Septentrional –la ciudarrealeña y, en buena parte, manchega-, que es en la que se encuadra las Tablas de Daimiel y Villarrubia y su zona de influencia, cuyo poblamiento se vertebraría siguiendo el río Guadiana y sus principales afluentes, fundamentalmente el Záncara, el Gigüela y el Jabalón.

Por tanto, se trataría de uno de los pueblos íberos situados más al interior del espacio peninsular y que se toparía espacialmente con pueblos ya de índole indoeuropea. Al respecto, en esta zona de la Submeseta Sur, los investigadores coinciden en situar el límite entre el área íbera y el área indoeuropea, más o menos, en los Montes de Toledo. Al sur de estos estaríamos en la zona íbera, y, más concretamente, en la oretana, y al norte en el área indoeuropea, siendo el pueblo de los carpetanos el más próximo.

Los pueblos íberos se organizaban en torno a incipientes reinados o principados, liderados por reyezuelos, aristócratas y castas de nobles que harían un control efectivo de territorios más o menos extensos y, que, en alianza con otros jerarcas semejantes, podían extender sus dominios más allá de sus reinados o principados originales.

Estas élites residían en unos grandes núcleos de población altamente fortificados y ubicados normalmente, como estrategia defensiva, sobre un promontorio en el terreno, los “oppida”, que a su vez actuarían como centros de captación, control, gestión, redistribución y comercialización de la diversificada producción económica generada en su ámbito de actuación –artesanal, minero-metalífera, comercial, ganadera y, sobre todo, agraria-.

A su vez, dependientes de esos oppida, se articularía un entramado de núcleos de población secundarios y otros de todavía menor entidad, actuando unos y otros como centros de producción que abastecerían a la dinámica económica generada en torno a los oppida.

En el ámbito oretano, y, concretamente, en la Oretania Septentrional –o ciudarreleña y manchega-, esos grandes oppida y el resto de núcleos de población dependientes de éstos se distribuirían fundamentalmente a lo largo de las fértiles márgenes de los ríos que aquí nos encontramos: sobre todo Guadiana, Záncara, Gigüela, Amarguillo, Azuer y Jabalón.

En este sentido se trataba de una sociedad marcadamente agropecuaria, siendo la agricultura –basada en cereales, leguminosas y hortalizas, así como la vid y el olivo, cultivos estos dos últimos introducidos por los fenicios y los griegos- su principal fuente de riqueza, de manera que no es una casualidad que los asentamientos se localizaran junto o cerca de los focos de producción agraria, es decir, las vegas de los ríos ya mencionados.

No obstante, la ubicación de muchos de estos asentamientos, especialmente el de los oppida, también respondía a otros motivos estratégicos, como el control de importantes vías de comunicación y de destacadas rutas para el comercio y la trashumancia ganadera o de focos con valiosos recursos minero-metalíferos.

Los grandes oppida de la Oretania Septentrional serían lo que ahora conocemos como Mentesa (Villanueva de la Fuente), el Cerro de las Cabezas (Valdepeñas), Oreto (Granátula de Calatrava), Los Toriles (junto a los Ojos del Guadiana) lo que luego sería Calatrava la Vieja (Carrión), Alarcos (Ciudad Real) y La Bienvenida (en pleno Valle de Alcudia).

Llegan las legiones de Roma para imponer su poder durante siete siglos. Cuando los romanos dominaban la Oretania

En ese contexto se produce la llegada de los romanos a la Península Ibérica y a este territorio. El expansionismo del incipiente Imperio Romano por el Mediterráneo Occidental y el enfrentamiento con Cartago explican la llegada de los romanos aquí en la etapa final del siglo III a.C. Precisamente, a partir de estos momentos, el territorio peninsular
se erige como uno de los principales escenarios de la Segunda Guerra Púnica, afectando de forma inevitable a las poblaciones nativas y marcando profundamente su devenir.

Así pues, tanto cartagineses como romanos arribarían en la Península Ibérica, actuando fundamentalmente por su franja más mediterránea, que la recorrerían sin cesar buscando alianzas con las distintas poblaciones nativas, reclutando mercenarios indígenas para sus ejércitos, estableciendo campamentos y puntos para el control de este territorio y sus principales fuentes de riqueza –agricultura, metalurgia…- y vías de comunicación , encontrando igualmente aquí el escenario para algunas de las batallas que conformarían este gran enfrentamiento a escala mediterránea.

Finalmente, Roma, desde el año 201 a.C. es la gran vencedora del segundo enfrentamiento romano-púnico. Esto significó para la Península Ibérica y los pueblos nativos que en ella habitaban que un territorio cuyo valor estratégico y, especialmente, enormes y suculentas riquezas económicas habían sido ignorados por los romanos antes del enfrentamiento con Cartago, ahora se convierte en un área de interés prioritario para los intereses de la que ya se había convertido, sin discusión, como preponderante potencia del Mediterráneo Occidental.

A partir de entonces, Roma diseña un ambicioso proyecto para la conquista, el sometimiento y la explotación de todo el territorio peninsular a favor de sus intereses, naciendo así lo que sería la provincia romana de Hispania, una de las más ricas y productivas de todo lo que sería el Imperio romano.

Sin embargo, el sometimiento de los pueblos prerromanos –indoeuropeos y orientalizantes o íberos- no fue tarea fácil, pues la casi total conquista de la Península se prolongó durante cerca de dos siglos, culminando en el año 19 a.C. Al respecto, los historiadores han diferenciado básicamente tres grandes etapas en la conquista romana de la Península Ibérica.

La primera se extendería desde el final de la Segunda Guerra Púnica hasta la mitad del siglo II a.C., en la que quedaría controlado bajo el poder romano prácticamente toda esa franja mediterránea a la que se asociaban el conjunto de los pueblos íberos, incluidos los oretanos. A pesar de que los íberos eran los pueblos nativos de la época más avanzados y desarrollados a escala peninsular, estos fueron rápidamente sometidos debido al desgaste que habían sufrido durante el desarrollo de la Segunda Guerra Púnica, en la que tomaron un protagonismo muy importante.

A continuación se iniciaría una segunda fase de conquista que se centraría en todo lo que serían las poblaciones indoeuropeas –es decir, las del interior peninsular y la fachada atlántica-, que, en esta ocasión, mostraron mucha más resistencia y belicosidad, de ahí el que ésta se prolongara más en el tiempo.

Y finalmente, el dominio prácticamente total por parte de los romanos en la Península Ibérica sería una realidad con la consecución de una tercera fase que tendría como escenario los territorios más norteños. Serían los pueblos de la cornisa cantábrica –galaicos, astures, cántabros, vascones…-.

Un hecho inherente a este proceso de conquista y domino sería el fenómeno conocido como “romanización”. Es decir, la asimilación impuesta y obligada, e indirecta a la vez, de la cultura romana en las poblaciones autóctonas, hasta  el punto de borrar casi por completo, tras varias generaciones, las formas culturales indígenas y hacer de todos los pueblos peninsulares, tanto de influencia indoeuropea como de influencia orientalizante, un conjunto de población altamente homogéneo.

Así, la lengua, multitud de costumbres, la religión u otros aspectos de la cultura y la civilización romana -como el urbanismo, las infraestructuras y las obras civiles, el derecho…- fueron poco a poco calando en el seno de las poblaciones indígenas hasta perder éstas en buena medida, aunque no por completo, sus raíces y su esencia cultural, terminando por quedar convertidos los descendientes de las tribus originarias en plenos ciudadanos del Impero Romano.

Por otra parte, para la más óptima administración, gestión y explotación de la provincia de Hispania, los romanos dividieron a su vez ésta en subprovincias, que fueron sufriendo constantemente una redefinición. Así, esa 102subdivisión provincial empezó, al comienzo de la conquista, con una Hispania Citerior y una Hispania Ulterior para, en la última etapa del Imperio romano, presentar siete subprovincias: Bética, Lusitania, Galaecia, Tarraconense, Cartaginense, Balearica y Nova Hispania Ulterior o Mauritania.

Lo que había sido el área oretana quedaría encuadrada en primer lugar en la Hispania Citerior para después, pasar a formar parte en primer lugar de la subprovincia Tarraconense y, después, finalmente, de la Cartaginense.

En cuanto a lo que ocurrió con el ámbito de la Oretania Septentrional y manchega y habitantes nativos durante los períodos de conquista y domino romanos, este territorio quedó incluido en la primera fase de conquista romana y que supuso el casi absoluto dominio sobre la práctica totalidad de los pueblos íberos, oretanos incluidos.

Previamente, durante la Segunda Guerra Púnica, este territorio fue transitado por los ejércitos romanos y cartagineses. Testigo de ello es el conocido como “Camino de Aníbal”, que pasaba por el oppidum íbero de Mentesa -en Villanueva de la Fuente actual- y el “Tesoro de Villarrubia”, un conjunto de monedas que se achaca al establecimiento de un campamento cartaginés en  las inmediaciones del oppidum íbero de Los Toriles, insertado en el paraje de los Ojos del Guadiana.

Así pues, tras la Segunda Guerra Púnica, rápidamente los romanos inician la conquista de todo el ámbito íbero, no siendo una excepción la Oretania Septentrional y Manchega. Salpicada por los fértiles valles y vegas del Guadiana, el Gigüela, el Záncara o el Jabalón, entre otros, ésta se erigía como un espacio muy apetitoso en lo económico por su enorme potencial agrícola.

Si a ello se une la existencia de algunos focos metalíferos, como en determinados puntos de Sierra Morena y los Montes de Toledo y, sobre todo, el Valle de Alcudia, además de ofrecer importantes pasos naturales que facilitaban las vías de comunicación en el tránsito de la Submeseta Norte a la Submeseta Sur para, entre otros, desarrollar intensamente actividades comerciales y la trashumancia ganadera, el interés de los romanos por lo que es la actual provincia de Ciudad Real y territorio manchego no ofrece duda alguna.

De este modo, se inicia la conquista y el control de la Oretania Septentrional y Manchega para continuar, de una manera mucho más intensificada –y en aras del interés y beneficio de Roma y su Imperio-, la explotación económica que ya habían venido realizando los oretanos.

De manera que se siguen explotando los fértiles valles y los focos minero-metalúrgicos, para lo cual el patrón de asentamiento de la población no se altera salvo el encontrado en los oppida. De esta manera, para un verdadero control de la zona y de sus pobladores nativos, ahora sometidos, y evitar a la vez revueltas, los romanos obligan al desalojo de los oppida, redistribuyendo a sus habitantes por las zonas llanas para la explotación agropecuaria del territorio. De esta manera, la conquista romana y el proceso de romanización supone el final de esos grandes núcleos poblacionales y de poder político y socioeconómico íberos que habían sido los oppida.

Con el tiempo, los fértiles valles y vegas de la antigua Oretania van siendo acaparados por grandes terratenientes romanos que los comienzan a explotar de forma privada, naciendo así las grandes “villae”, muy habituales en este ámbito.

A su vez, en el mismo ámbito van surgiendo núcleos urbanos y ciudades plenamente romanas que ayudan a administrar en lo político, gestionar económicamente y articular y anexionar mucho mejor el territorio, como serían Mentesa romana, Alces, Laminium, Oreto romana, Mariana, Carcuvium, Lacurris, Turres, Alarcurris, Sísapo, Diógenes ó Los Toriles, ahora también romano.

En todo caso, algunos antiguos oppida íberos, fuera de lo que fue la norma general, no fueron desalojados y fueron convertidos en núcleos de población romanos, caso de Los Toriles. En otros casos, sí que fueron abandonados, pero se creó un nuevo núcleo de población a los pies del cerro o montículo sobre el que se elevaba el antiguo oppidum.

Finalmente, a partir del siglo III d.C. el Imperio Romano comienza a tambalearse y se divide en dos partes, el Occidental y el Oriental, iniciándose así una lenta agonía que culminará con su desaparición oficial de la parte Occidental –que es la que mayor incidencia tendría en esta zona- en el año 476, cuando es depuesto Flavio Rómulo Augusto, último emperador del último gran imperio de la Antigüedad.

Diversas causas internas y externas, entre estas segundas fundamentalmente las invasiones germanas, hacen que vivir dentro de las fronteras del Imperio Romano Occidental sea cada vez más inseguro y peligroso. Síntoma de ello es una más que palpable crisis de dos de los principales elementos distintivos de la civilización romana: el urbanismo y el poder público.

Las ciudades y grandes núcleos de población, cada vez más desabastecidos de los vitales productos que venían del campo, sobre todo alimentos, y principales puntos de mira de los constantes saqueos pertrechados por los invasores bárbaros, comienzan a despoblarse y la población urbana comienza a acudir en masa, buscando protección y un sustento más fiable, a las villae rurales, a donde ya habían comenzado a marchar los grandes terratenientes propietarios de éstas –que anteriormente preferían vivir en las ciudades-, haciendo de ellas unidades autosuficientes y de autoconsumo.

Además esas villae serían defendidas por milicias privadas contratadas por los titulares de esas grandes fincas convertidas ahora en residencias permanentes. De este modo, las últimas décadas de vida del Imperio Romano Occidental viven el apogeo de las villae rurales y la decadencia de la ciudad, con el creciente predomino de los poderes privados sobre los poderes públicos, origen y esencia del feudalismo.

Así pues, se va conformando una nueva articulación del territorio, con el creciente predomino de lo rural sobre lo urbano, realidad que no sería ajena al territorio oretano manchego, donde se podía palpar claramente dicha dinámica. De esta manera es como el Imperio Romano Occidental tocó a su fin  a nivel general dentro de todo lo que en él se abarcaba y, de forma más localizada, dentro de lo que previamente había sido la Oretania Septentrional y Manchega.

Oretanos y romanos en el entorno de las Tablas de Daimiel y Villarrubia

La actual provincia de Ciudad Real –la antigua Oretania Septentrional y en buena parte manchega- es muy rica en restos prerromanos y  romanos. Y el caso del entorno de las Tablas de Daimiel y Villarrubia y sus más cercanos alrededores no es una excepción, siendo por el contrario especialmente densa en lo que poblamiento íbero y romano se refiere.

La explicación reside en la privilegiada situación en la que se encuadra este espacio y los ámbitos más cercanos que lo envuelven, fundamentalmente  las otrora tiempo fértiles vegas del Gigüela y del Guadiana, así como destacados104 pasos naturales que se abrían por esta parte de los Montes de Toledo que hacían posible la comunicación entre las cuencas y los valles del Guadiana y del Tajo, que hacían que esta zona fuera muy transitada.

Así pues, esos dos factores explican el patrón de asentamiento y su importante densidad, tanto en época prerromana como en época romana dentro del área más próxima a las Tablas de Daimiel y Villarrubia. Patrón de asentamiento que, por otro lado, es válido para las dos etapas, pues tanto los oretanos como los romanos centraron el interés por la zona en pro de su explotación agropecuaria, siendo la agricultura su mayor fuente de riqueza.

Así, en época íbera los grandes oppida –los más cercanos a  las Tablas de Daimiel y Villarrubia serían el de Los Toriles, en plenos Ojos del Guadiana, el de Calatrava La Vieja, junto al Guadiana poco después del Parque Nacional, y el de Alarcos, cerrando las tablas del Guadiana- organizarían la explotación económica de la zona a través de un entramado de núcleos de población menores y de distinta jerarquía, que irían desde poblamientos de cierto rango, hasta casas individuales asociadas a alguna familia de campesinos, pasando entre medias por pequeñas aldeas o conjuntos de varias casas en las que también vivirían algunas familias de campesinos destinadas a explotar agrariamente las parcelas que entorno a ellas se situaban.

Ya en época romana el esquema no variaría, sólo que en vez de girar todo este régimen de explotación del territorio entorno a los oppida –ya, en la mayoría de los casos, abandonados, y, en otros, romanizados-, ahora lo haría alrededor de las villae o grandes explotaciones agrarias privadas, así como de numerosos núcleos urbanos y ciudades romanas de rango variable –la más cercana y destacada sería de nuevo Los Toriles, ahora romana-, actuando estas últimas como focos administrativos y gestión del mismo, manteniéndose a la vez esa anterior presencia de núcleos de población menores, aldeas y viviendas aisladas de campesinos interconectadas e interrelacionadas con aquellas.

De hecho, en muchos casos, se aprecia que donde se encuentran restos romanos, los hay también íberos, los cual indica que ese patrón de asentamiento no varió considerablemente, manteniéndose al contrario una tradición que en poco evolucionó de la época íbera a la romana. Al menos, esto es lo que se vislumbra dentro de este territorio.

En lo que son las riberas y vegas del río y tablas del Gigüela, ya desde antes de llegar a lo que hoy es la localidad Alcázar de San Juan y pasando después sucesivamente por los también actuales municipios de Villarta y Arenas, se aprecia una densidad de restos de asentamientos, tanto íberos como romanos y en muchos casos superpuestos, muy acusada. Destaca en ese primer recorrido la actual Alcázar de San Juan, que sería la importante ciudad romana de Alces, el puente romano de Villarta o el propio municipio de Arenas de San Juan, bajo el cual yace otro destacado poblamiento romano.

Siguiendo aguas abajo este río y sus tablazos, desde Arenas de San Juan hasta Villarrubia, y pasado este último hasta su llegada al actual Parque Nacional de las Tablas de Daimiel y Villarrubia, se da más de lo mismo. Entre otros muchos, sobresalen yacimientos verdaderamente notorios como el Puente de los Laboreños, La Cañadilla, Monte105 Máximo, Buenavista, Fuente de las Pozas, Ojo Ricopelo, Las Bachilleras, Las Matillas, El Lote, El Redondal y Los Ojuelos. En todos ellos, así como en otros focos menores situados entremedias, se encuentran entremezclados, casi siempre, restos íberos y romanos.

Cabe destacar que todo el poblamiento íbero y romano en este último tramo del Gigüela, el de la Vega de Villarrubia, se sitúa preferentemente en las riberas de la izquierda aguas abajo. Este curioso hecho parece que está relacionado con la situación de los numerosos manantiales o descargaderos del Acuífero 23, los “ojos” y “ojillos” de la Vega de Villarrubia –como el Ojo de la Médica, la Fuente de las Pozas, el Ojo Ricopelo, Los Ojuelos…- que también se sitúan en su margen izquierda. Muchos de los asentamientos mencionados se asocian a dichos manantiales, manantiales por los que fluía agua totalmente dulce que contrastaba con la salobre del Gigüela, lo cual explica el por qué los poblados y aldeas de estas épocas escogían esa ribera y no la otra: para tener acceso a la siempre vital agua dulce.

Si el poblamiento alrededor del río y tablas del Gigüela en épocas íbera y romana fue muy pronunciado, no lo sería menos a lo largo de las tablas y riberas del otro río del entorno de las Tablas de Daimiel y Villarrubia, el Guadiana, todavía más acaudalado y de aguas permanentes y donde encontraríamos la misma dinámica y modelo de ocupación y actividad íbera y romana.

Ya desde su mismo nacimiento, muy cerca de los célebres Ojos del Guadiana, encontraríamos un núcleo de población muy destacado, concretamente el más destacado de la zona. Se trata del paraje de Los Toriles, dentro del término municipal de Villarrubia. En éste, que es precedido por los también notables y coetáneos restos de Casas Altas, se ha sugerido la existencia de un verdadero oppidum íbero, que tras la romanización tuvo continuidad como un importante núcleo urbano romano –algunos autores sitúan aquí la ubicación de ciudades romanas de la Oretania septentrional todavía no localizadas con seguridad como Laminium, Caput Fluminus Anae o Murum-.

Según dejan entrever algunas fuentes, los cartagineses, en sus correrías por el territorio peninsular durante la Segunda Guerra Púnica, establecieron aquí un campamento para terminar entablando la “Batalla de Los Toriles”, que les enfrentaría al oppidum íbero allí existente, que al parecer empleó una manada de toros para combatir a los cartagineses –de ahí el nombre del paraje y del yacimiento-.

Ambos hechos, la instalación del campamento cartaginés y el enfrentamiento que se sucedió a continuación explican el descubrimiento, hace algunos años, del esqueleto de un elefante del ejército púnico en el lecho del río Guadiana, así como el hallazgo del conocido como “Tesoro de Villarrubia”. En este último caso se trató de un conjunto de monedas ocultadas  intencionadamente con una intención temporal  por algún o algunos soldados cartagineses que, finalmente, las olvidaron o  no pudieron rescatarlas de su escondite.

Además, el conjunto arqueológico de Casas Altas-Los Toriles destaca porque en su más inmediato entorno se conservan en pie unas estructuras arquitectónicas que posiblemente se asocian a la ocupación romana. Efectivamente, a escasos metros del mismo y distantes entre sí existen dos represas que atraviesan todo el lecho del Guadiana de orilla a orilla.

De cerca de un kilómetro de longitud cada una y considerable monumentalidad, se encuentran construidas con piedras de mediano tamaño y argamasa reforzada con escombros cerámicos y una de ellas incorpora en su parte central los restos de un molino hidráulico, el conocido como Molino de El Arquel. Con casi toda seguridad su antigüedad se remonta a la época medieval, puede que musulmana, pero no es descartable que fueran construidas por los romanos, que además las utilizarían como paso o calzada para pasar de una orilla a otra.

Dejando Casas Altas-Los Toriles en los Ojos del Guadiana y siguiendo este río aguas abajo hasta llegar al Parque Nacional de las Tablas de Daimiel y Villarrubia, casi continuamente se dan una y otra vez con nuevos puntos de ocupación y actividad íbera y romana, de menor entidad que Los Toriles, pero en muchos casos nada despreciables, de entre los que destacan dos puntos muy concretos. Situados ambos también en las márgenes del río sobre una amplia loma cada uno, uno de ellos es el que se sitúa en el paraje conocido como La Parrilla, entre los molinos de Zuacorta y La Máquina, y el otro, en esta ocasión, muy próximo al Molino Nuevo, en lo que se conoce como Curenga. Por su tamaño y extensión y la riqueza de los materiales hallados en ellos, íberos y romanos, debieron también de ser poblados de gran envergadura.

Además, próximo al primero, en el de La Parrilla, también existe, además de una motilla de la Edad del Bronce, concretamente la Motilla de La Máquina- una represa semejante a las otras dos existentes en el paraje La Isla-Casas Altas-Los Toriles y que igualmente, relacionado en esta ocasión el Batán de La Parrilla, comunica ambas orillas del río a lo largo de un kilómetro –hubiese podido actuar igualmente como calzada-, remontándose posiblemente también a la época romana, por lo que estaría en relación con el poblado en cuestión. Poblado que, por otra parte, hay quien ve en él la ciudad romana de Murum, pues algunas formas de la orografía del terreno en el que se asienta el yacimiento dejan intuir la existencia de una potente muralla, que se encontraría actualmente soterrada bajo una capa de sedimento y que es la que le daría nombre a este destacado núcleo de población.

La dinámica de poblamiento y actividad en las ricas vegas y riberas de los ríos y tablas del Gigüela y del Guadiana tampoco iba a ser algo ajeno entorno a lo que actualmente es el Parque Nacional de las Tablas de Daimiel y Villarrubia, punto en el que convergen ambos cursos fluviales. Y como es de esperar, la exuberancia de aquella zona, rodeada de tierras muy fértiles y una gran riqueza piscícola y cinegética, entre otros, propiciaría un poblamiento en ambas épocas muy marcado.

Algunos de los yacimientos y restos más relevantes aquí encontrados son numerosas islas como la Isla del Pan o la Isla de las Cañas, tratándose esta última de otra motilla de la Edad del Bronce que, tras su abandono -y con el paso de algunos siglos-, sería ocupada tanto por íberos como romanos.

Igualmente se han registrado asentamientos ribereños de gran magnitud, entre los que destaca, por encima de todos, los de Cañada Mendoza, Las Higuerillas y el Quinto de las Torres. Además, junto a este último de nuevo vuelven a darse unas represas similares a las ya mencionadas Guadiana aguas arriba, siendo bastante peculiar una de ellas, pues tiene forma de herradura, interconectando la orilla derecha del humedal con un rosario de islas internas.

Aguas abajo del Parque Nacional hasta la finalización de las tablas del Guadiana destacarían otros tres puntos: lo que es actualmente Calatrava La Vieja, los conocidos como Baños del Emperador y el Cerro de Alarcos, este último pasado ya el actual embalse de El Vicario. El primero y el tercero serían también dos oppida íberos.

Finalmente, algo más lejos del entorno más próximo de las Tablas de Daimiel y Villarrubia, existen otros puntos con restos de ocupación y actividad íbero-romano que, todavía relativamente cercanos, son dignos de mencionar.

Es de destacar la actual vecina localidad de Consuegra, municipio en la otra vertiente de esta zona de los Montes de Toledo más próxima a las Tablas de Daimiel y Villarrubia que en época romana fue la notable ciudad de Consaburum, que, en gran parte, basaba su prosperidad a las fértiles vegas del río Amarguillo, de manera que, tal como ocurre aquí a lo largo del Gigüela y del Guadiana, todas ellas están repletas de restos arqueológicos asociados a núcleos de explotación agraria.

Testigo de la prosperidad de los habitantes de Consaburum son los restos de unos baños romanos que aún son visibles en las cercanías del municipio y que pertenecerían a la villa o residencia de lujo rural de alguno de los opulentos habitantes de la ciudad romana. Además, Consaburum, principal núcleo productor de terra sigillata de todo el área más próxima a las Tablas de Daimiel y Villarrubia, estaba dotada de infraestructuras muy notables tales como un acueducto y una presa que, enclavada esta última en el cauce del Río Amarguillo, todavía sigue en pie y es considerada como la presa más larga de lo que fue el Imperio Romano.

Hubo igualmente vías de comunicación y calzadas romanas importantes también muy cercanas que atravesaban esta zona de los Montes de Toledo y permitían el paso a uno y otro lado de sus vertientes norte y sur, discurriendo estas por los pasos naturales de Fuente el Fresno y Puerto Lápice o los que de la Sierra de Villarrubia –en este último caso, Cañada del Carrerón, Colada de Valparaíso y Colada de los Santos- que permitirían el paso por estas sierras y pasar103 de la llanura toledana a esta parte de La Mancha, posibilitando especialmente en época romana, entre otros, la comunicación de las importantes ciudades de Toletum y Consaburum con las ciudades y principales núcleos de población de la Oretania Septentrional –Alces, Laminium, Oreto, Los Toriles…- y las ricas tierras irrigadas por la red hidrográfica del Guadiana insertada en ella .

Finalmente, en algunos focos de esta parte de los Montes de Toledo existen también yacimientos metalíferos, fundamentalmente de cobre, que fueron explotados por los íberos y, sobre todo, los romanos. Estas explotaciones metalíferas se localizan preferentemente en las vecinas zonas serranas de Fuente el Fresno, Los Cortijos y Malagón, destacando de entre todas ellas las Minas de La Serrana, localizadas a los pies del cerro de La Calderina.

La Mancha andalusí, La Mancha de la Reconquista y La Mancha calatrava y de San Juan

Árabes, bereberes, visigodos y mozárabes bajo el resplandor de la Media Luna

Una vez tomada por los musulmanes el grueso de la Península Ibérica a partir del año 711 y configurado el Emirato Omeya dependiente de Damasco, con capital en Córdoba, el territorio manchego y sus más cercanas proximidades queda erigido como una zona intermedia entre dos de los focos con más peso de poder en lo que ya queda configurado como Al-Ándalus, como serían el cordobés y la importante ciudad de Toledo, antigua capital del Reino Visigodo recién tomado y conquistado.

Previamente, ese territorio manchego en general y el entorno más inmediato a las Tablas de Daimiel y Villarrubia en particular, debido a su cercanía con la ciudad y capital visigoda de Toledo, había mostrado una notable presencia e influencia visigoda. De hecho, en las proximidades de este ámbito se enclava una de las principales sedes episcopales de la etapa visigoda en el antiguo poblado íbero-romano de Oreto, en el actual municipio de Granátula de Calatrava.

De esa época visigoda, todavía más cercanos al actual Parque Nacional de las Tablas de Daimiel y Villarrubia, destacan como testigos de ello algunos vestigios que han llegado a la actualidad, como los encontrados en el municipio de Daimiel o dos necrópolis, una de ellas situadas en el Cristo de Malagón y otra en las inmediaciones del Santuario de la Virgen de la Sierra, en esta ocasión en la Sierra de Villarrubia.

Tras la conquista musulmana, la mayor parte de esta zona manchega intermedia entre Córdoba y Toledo es delegada y entregada mayoritariamente a fuerzas y gentes de etnia bereber que habían participado con los árabes en la invasión de la antigua Hispania visigoda. De clara vocación pastoril, los beréberes desarrollan en esta área una importante actividad ganadera, suponiendo esto una muy destacada reactivación e impulso de la actividad de la trashumancia ganadera y la consecuente reutilización y uso de las vías pecuarias que desde tiempos ancestrales se venían usando en este territorio.

En todo caso, para asegurar en última instancia la totalidad del control y el poder desde Córdoba, el poder omeya levanta en esta zona toda una ciudad califal, Qal’at Rabah, conocida actualmente como Calatrava La Vieja, enclavada junto a las tablas del río Guadiana pocos kilómetros aguas abajo de lo que es hoy en día el Parque Nacional de las Tablas de Daimiel y Villarrubia. Sería la ciudad más importante en el camino principal y de primer rango que en época andalusí unía las ciudades de Córdoba y Toledo. Igualmente, por esta ciudad pasaba la vía más destacada que comunicaba recíprocamente los ámbitos levantino y atlántico peninsulares.

Al mismo tiempo, los musulmanes tratarían también de explotar al máximo las fértiles vegas de los ríos y tablas que atraviesan la zona a partir de un entramado de poblados de pequeña entidad conocidos como alquerías, establecidas algunas de ellas sobre antiguos poblados de origen romano y origen a su vez también varias de ellas de algunos de los actuales municipios manchegos regados por el Guadiana, el Gigüela, el Záncara o el Azuer. Sería el caso, en el entorno más próximo de las Tablas de Daimiel y Villarrubia, de localidades actuales como Alcázar de San Juan, Arenas de San Juan, Villarrubia de los Ojos ó Malagón, o las ya desaparecidas Moratalaz, Curenga, El Lote o Xétar.

La alargada presencia bereber, árabe y musulmana en general en este territorio, de aproximadamente cinco siglos, dejó una profunda huella en esta zona y su cultura. Así, por ejemplo, un extensísimo vocablo e incontables topónimos que actualmente son utilizados por las gentes de La Mancha y sus alrededores más próximos son heredados directamente de ese pasado árabe y andalusí. O también, han sido elementos etnoculturales de clara raigambre árabe y andalusí en la cultura y vida cotidiana manchegas posteriores, entre otros muchos, la generalización del  cultivo de huertas y, dentro de estas, algunos cultivos concretos, el uso de pozos de noria o el uso del color añil en los rodapiés de la viviendas y los bordes de las jambas de sus puertas y ventanas.

Lucha de titanes. Almorávides y almohades contra leoneses y castellanos en tierra fronteriza y de nadie

El predomino árabe y andalusí en La Mancha y su entorno más próximo comienza a tambalearse a medida que los incipientes reinos cristianos del norte comienzan cada vez a coger más y más fuerza y a ganar terreno en detrimento del poder islámico, fenómeno conocido como la Reconquista y que llega a este territorio a partir de una fecha simbólica: el año 1085. Ese año, Alfonso VI de León arrebata a los musulmanes andalusíes, ahora divididos en taifas o pequeños reinos independientes tras el desmembramiento del Califato Independiente de Córdoba, la Taifa de Toledo, lo que rompe el equilibrio de fuerzas que hasta entonces existía entre ambos contendientes en favor del empuje cristiano, pues esta ciudad y su taifa son de un valor simbólico y estratégico de enormes proporciones.

Además, la toma de Toledo por parte de los cristianos supone el situar aquí la vanguardia del avance cristiano y el que la frontera entre ambos contendientes se desplace más al sur, situándose en el ámbito más próximo e inmediato, que será el territorio establecido al otro lado de los Montes de Toledo, es decir, el de La Mancha y, por tanto, el que comprende también el de las Tablas de Daimiel y Villarrubia y su entorno, que a partir de entonces queda durante mucho tiempo convertido en frontera y a la vez tierra de nadie y tierra quemada, pues los cristianos se atrincheran tras los Montes de Toledo y los musulmanes tras Sierra Morena.

Así, unos y otros, desde su zona de retaguardia, inician un pulso por el control de esta zona ahora convertida en sumamente estratégica, en el que unas veces unos toman la iniciativa para luego ser arrebatada por los otros y viceversa, situación que se prolonga durante más de una centuria haciendo de esta zona un lugar intensamente inestable y peligroso.

106Así las cosas, la cada vez más palpable debilidad de las taifas o reinos independientes musulmanes de lo que iba quedando de Al-Ándalus y la caída en manos cristianas de la simbólica y a la vez estratégica taifa de Toledo espolea a una serie de fuerzas islámicas radicales y fundamentalistas surgidas en el norte de África a acudir a la Península Ibérica con la intención de restablecer el terreno perdido por el Islam. Estas serán sucesivamente los almorávides, en primer lugar, y a continuación, los almohades, que hacen que la puja entre musulmanes y cristianos se radicalice y alcance sus cotas más altas de violencia y guerreo, siendo precisamente el territorio de La Mancha y el de las Tablas de Daimiel y Villarrubia testigos de excepción, pues será el escenario de muchos de los acontecimientos y envites más relevantes de esta etapa de la Reconquista.

A su vez, los reyes de los reinos cristianos, en especial los de Castilla, para contrarrestar el desafío de los almorávides y los almohades, impulsan la creación de las Órdenes Militares, unos ejércitos de guerreros-monjes cuya misión será la de sujetar esa frontera y a la vez ganar en lo posible terreno al enemigo. Surgen así las Órdenes de Calatrava, San Juan, Santiago y Alcántara. Las tres primeras, las de Calatrava, San Juan y Santiago serán las encargadas de defender el territorio manchego y su más inmediato ámbito.

De esta manera, en una atmósfera de tan elevada y violenta amenaza y belicosidad este territorio de frontera se fortifica como nunca antes. Así, se multiplican los castillos, fortalezas y atalayas y se refuerzan considerablemente los ya existentes. Algunos de los muchos castillos y fortalezas que están presentes en esta fase serán los de Las Guadalerzas, Almonacid, Mora, Consuegra, Piedrabuena, Caracuel, Alarcos, Salvatierra, Alhambra o Peñarroya, además de la ciudad fortificada de Calatrava La Vieja.

Igualmente, en las sierras que bordean este territorio se erigen en sus puntos más elevados atalayas también para su vigilancia y control, como, en el caso de las proximidades de las Tablas de Daimiel y Villarrubia, los dados en la Sierra de los Moros de Malagón o en la Sierra de Villarrubia –cimas del Peñón del Moro, El Alamillo, La Friolera o Manciporras, en este segundo caso-, ambos en la fachada sur de la Sierra de La Calderina en la vertiente más oriental de los Montes de Toledo.

Y las alquerías y pequeños poblados y aldeas aquí existentes también se fortifican ante la amenaza constante de ataques y saqueos, casos también de aldeas como Villarrubia de los Ojos, Xétar o Malagón de nuevo en las proximidades de las Tablas de Daimiel y Villarrubia. De entre estas alquerías y aldeas fortificadas en ese entorno de las Tablas de Daimiel y Villarrubia destaca la iglesia-fortaleza de la actual localidad de Arenas de San Juan, junto a las Tablas del Gigüela, todavía en pie y cuya arquitectura refleja claramente la necesidad de defensa y protección de ese período de intensa amenaza y belicosidad. Además, esta iglesia-fortaleza alberga en su interior las que son consideradas como las pinturas románicas más al sur de Europa.

De entre todos los acontecimientos, hazañas y choques bélicos registrados durante todo este período en el fronterizo territorio manchego y sus proximidades destacan tres, desarrollados a la vez muy cerca del entorno de las Tablas de Daimiel y Villarrubia. Uno de ellos sería la Batalla de Consuegra, que enfrentó en 1097 a las fuerzas cristianas de Alfonso VI de León, atrincheradas en el castillo de dicho lugar, con las almorávides de Yusuf ben Tashfin, que tras el enfrentamiento lo asediaron durante varios días. Esa batalla supuso la muerte del único varón hijo del Cid Campeador, Diego Rodríguez.

Ya en la etapa almohade se produciría una de las derrotas más dolorosas y más duras sufridas por los cristianos en la fase de la Reconquista. Se trataría de la Batalla de Alarcos, desarrollada junto al cerro que le dio el nombre y en las proximidades de la recta final de las tablas del Guadiana y donde el monarca castellano Alfonso VIII trataba de levantar a partir de la fortaleza ya existente una ciudadela para consolidar el dominio que por aquel entonces estaba logrando en toda esta región.

Este enfrentamiento entre cristianos -liderados por los castellanos pero también con la participación de otros reinos cristianos peninsulares- y almohades tuvo lugar el 19 de julio de 1195, siendo la victoria para los musulmanes, liderados y dirigidos por el califa Yusuf II. La derrota cristiana supuso no sólo el que el monarca cristiano Alfonso VIII de Castilla se viera obligado dejar inconcluso el proyecto de levantar allí una ciudad, sino que vio como todo el domino previo y aparente que había conseguido en la zona pasó a manos de los almohades, que durante casi dos décadas se hicieron dueños casi absolutos de todo este fronterizo territorio manchego.

Sin embargo, diecisiete años después, el mismo monarca que había sufrido la dura derrota de Alarcos, Alfonso VIII101de Castilla, pudo saborear el desquite y ante el mismo califa almohade, en este caso con la célebre Batalla de las Navas de Tolosa del 16 de julio de 1212, que a la vez supuso el que todo este territorio pasara definitivamente a manos cristianas, dando además el golpe de gracia al proceso de la Reconquista, pues, a partir de entonces, el predominio cristiano sería definitivamente indiscutible e imparable. Para ello organizó una descomunal expedición militar que, con claro carácter internacional al contar en sus filas con numerosísimos caballeros y soldados de otros países europeos, se realizó, con el beneplácito del Papa, con el carácter de verdadera cruzada contra el Islam.

Esta batalla tuvo lugar al otro lado de la frontera, en la vertiente sur de Sierra Morena, donde esperaba un también multitudinario ejército almohade, pero el camino que tuvo que seguir el ejército cristiano desde la ciudad de Toledo, que fue de donde partió, hasta el escenario de la batalla, tuvo como recorrido un buen tramo de La Mancha fronteriza y las inmediaciones del entorno de las Tablas de Daimiel y Villarrubia antes de atravesar Sierra Morena. Fue el famoso “Camino de las Navas de Tolosa”, trayecto que no tuvo más facilidades que la batalla en sí misma, pues las fuerzas cristianas se vieron en la necesidad de ir conquistando castillo por castillo, fortaleza por fortaleza y aldea por aldea, que, en manos de los almohades, iban encontrando a su paso ofreciéndoles una brutal resistencia.

Así, en las proximidades de las Tablas de Daimiel y Villarrubia se produjo la toma y conquista violenta tanto de Malagón como de Calatrava La Vieja, y, ya más adelante y más distantes, antes de comenzar a atravesar Sierra Morena, la de castillos como los de Piedrabuena, Benavente, Caracuel y Alarcos, entre otros.

Bajo la sombra de la Cruz de Calatrava y de San Juan y el brillo de la Corona Castellana

Una vez reconquistado definitivamente todo este territorio, serán las Órdenes Militares las encargadas de proteger y organizar el poblamiento en él asentado, así como de articular y ejecutar su explotación económica, para lo cual dividen sus territorios en encomiendas, que se corresponden a los principales núcleos de población. Las Órdenes Militares que interactuarán aquí serán las de Calatrava y la de San Juan, y algo más alejada, encargándose de la zona del Campo de Montiel, la de Santiago.

Sobre todo la Orden de Calatrava y la de San Juan rivalizarán por acaparar los territorios más apetitosos  y suculentos, llegando en algunos momentos a tener verdaderas disputas fronterizas. Una de las más sonadas fue la del establecimiento de los límites entre las poblaciones y encomiendas de Villarrubia de los Ojos y Arenas de San Juan, que finalmente se resolvió en 1232 con el trazado de la “Raya de Arenas” y en el que también se veía involucrado el paraje de los Ojos del Guadiana. Tras ese acuerdo la población y encomienda de Villarrubia pasó de estar en manos de la Orden de San Juan a la de Calatrava, lo mismo que los Ojos del Guadiana, asignados a este municipio.

De esta manera, la Orden de San Juan, con sede inicial en el Castillo de Consuegra y después en lo que es la actual Alcázar de San Juan, se haría con el control y la gestión de buena parte de la Llanura Manchega, sobre todo la más occidental, de ahí que el nombre de casi todos los municipios que actualmente se insertan en su antigua área de influencia y de acción llevan el apellino …de San Juan –Alcázar de San Juan, Villarta de San Juan, Arenas de San Juan, Las Labores de San Juan…-.

Por su parte, la Orden de Calatrava se haría con el domino de lo que en su conjunto hoy se conoce como la comarca geográfica del Campo de Calatrava, inmediato a la Llanura Manchega, y ése es también el motivo por el cual la mayoría de los municipios actuales aquí englobados portan en este caso el apellido …de Calatrava –Torralba de Calatrava, Carrión de Calatrava, Corral de Calatrava, Pozuelo de Calatrava, Ballesteros de Calatrava…-.

La sede inicial de esta orden estuvo en lo que era Calatrava La Vieja, que fue donde tuvo su fundación en 1158, pero casi inmediatamente después de la Batalla de las Navas de Tolosa y el consecuente desplazamiento de la frontera con los almohades al otro lado de Sierra Morena, una nueva sede se levantó en 1217 justo a las puertas de uno de los principales pasos naturales para atravesar ese accidente geográfico a partir de entonces fronterizo, siendo ésta la fortaleza-convento de Calatrava La Nueva, construida enfrente del que había sido, en la etapa de Reconquista manchega que acababa de finalizar, legendario castillo de Salvatierra. Posterior y definitivamente, la sede de la Orden de Calatrava se trasladaría al municipio y encomienda de Almagro.

Tras las disputas por sus límites, lo que es actualmente el Parque Nacional de las Tablas de Daimiel y Villarrubia y su entorno más próximo quedó bajo el dominio y control de esta Orden. De hecho, la gran dehesa anexa a este humedal, la Dehesa de Zacatena, actuaría como la principal zona de cría caballar de la Orden de Calatrava.

Finalmente, tanto era el poder que en este territorio estas órdenes militares fueron acaparando, sobre todo la de Calatrava, que el rey de Castilla, para frenar su auge y reivindicar el papel preponderante de la Corona, decidió levantar una ciudad de nueva planta que hiciera sombra al poder de aquellas. Este es el origen de Villa Real, actual Ciudad Real, fundada en 1255 por Alfonso X de Castilla, El Sabio, partir de la pequeña aldea de Pozo de Don Gil, próxima al inacabado y finalmente fallido proyecto de ciudad de Alarcos.

También, dentro de ese contexto de rivalidad entre las Órdenes Militares y la Corona de Castilla, destaca el suceso acaecido en mayo de 1466 en la encomienda calatrava de Villarrubia de los Ojos, suceso que muy seguramente cambió la historia de España. Porque camino a contraer bodas con la futura Isabel La Católica, entonces Infanta Isabel, muere envenenado a mitad del recorrido en esta población su en esos momentos prometido Pedro Girón, todopoderoso maestre de la Orden de Calatrava, hecho que refleja claramente las intrigas de poder al más alto nivel en las que ya se entremezclaban la Corona y las Órdenes Militares. Frustrado ese matrimonio, la futura Isabel La Católica se casa después con Fernando de Aragón, iniciándose así el decisivo reinado de los Reyes Católicos que tanto marcó y decidió el devenir de lo que es el actual Reino de España y que tan distinta podría haber sido de no haber ocurrido ese suceso en ese pequeño municipio manchego y calatravo de las inmediaciones de las Tablas de Daimiel y Villarrubia.

En todo caso, estas Órdenes Militares terminarían por perder su autonomía e independencia inicial al pasar directamente a manos de la Corona a partir precisamente de los Reyes Católicos y, sobre todo, del reinado de Carlos V, quedando ésta ya como su único titular. No obstante, su poder y su figura como elemento controlador, organizador y vertebrador del territorio que habían acaparado desde sus inicios siguieron estando presentes hasta su definitiva disolución con el fin del marco y estructura del Antiguo Régimen, eliminado para todo el Estado Español ya en el postrero siglo XIX.